Monday, September 21, 2009

CANIBAL

ESTEBAN GONZALEZ

Ella tenía razón, en realidad siempre la tuvo, era un perdedor. Me conocía a la perfección, sabía mis debilidades y fortalezas. Por ejemplo, no le podía ocultar el vértigo que me causaban las alturas o la excitación que me producía revisitar una y otra vez El silencio de los inocentes, de Jonathan Demme. Por eso la necesitaba tanto, porque jamás se equivocaba. Era mi brújula, mi sendero. Una sombra ominosa que me acompañaba noche y día. No importaban sus denuestos ni humillaciones. Además, era inevitable, las personas que más quieres son las que seguramente te dañarán con mayor ferocidad. El amor es un sentimiento bizarro. Entre más dolor me causaba, más la amaba. Era mi monstruo personal… hasta que le diagnosticaron cáncer en el estómago. Esa tarde se encerró en su recámara y, por primera vez, después de muchos años, la escuché llorar. El ogro se derrumbó como las murallas de una ciudad bíblica.

Conforme la enfermedad avanzaba, ella se iba desintegrando bajo las sábanas. Sus músculos y huesos se volvieron frágiles, como de cristal. Llegó un momento en que no podía controlar su vejiga, mucho menos su esfínter. Sus necesidades elementales como comer y defecar eran impensables sin mi ayuda. No dejaba que nadie más la atendiera. En cierta ocasión, le arrojó el cómodo a una de las muchas enfermeras que desfilaron por su habitación. Tuve que renunciar a mi empleo en la editorial para dedicarme exclusivamente a sus cuidados. Estaba seguro que mis ahorros serían suficientes, después de todo, los especialistas no le habían dado más de tres meses de vida.

Los malos días se presentaban con mayor frecuencia durante el sexto mes. No quedaba mucho de carne en su cuerpo. Orinar le producía un terrible dolor. Sus deyecciones siempre iban acompañadas de pedazos de intestino. La enfermedad se la comía por dentro. Los medicamentos no servían de nada. Sus gritos eran idénticos a los rugidos de una leona herida. Pero sus alaridos eran ronroneos comparados con las maldiciones e insultos que vociferaba cuando la bañaba o le cambiaba los pañales. Con el tiempo, como consecuencia de la permanente postración que la mantenía inmóvil, su espalda se ulceró, de las llagas supuraba una sustancia viscosa, maloliente. Ella se pudría.

Los ahorros se terminaron. Comencé a trabajar en casa corrigiendo tesis de cualquier especialidad. El dinero era suficiente para cubrir gastos y mantener al día las deudas. Compraba lo necesario para sobrevivir y el único lujo que me daba era rentar películas. Mientras ella se retorcía por el dolor, yo acompañaba en su masacre a Leatherface, en su locura campista a Jason y en sus andanzas oníricas a Freddy Krueger. Ellos, junto con Norman Bates, Michael Myers y Hannibal Lecter, se convirtieron en mis únicos compañeros. Los lobos nos reconocemos por nuestro pelaje.

Las últimas semanas habían sido particularmente insoportables. Le supliqué al doctor me proporcionara algo más fuerte para aliviar su dolor. Pero sólo podía recetarme los mismos analgésicos y dejar que la enfermedad evolucionara. Un día llegaría el final. Un desenlace que se había prolongado durante casi un año.



Abrí la puerta. Estaba exhausto. Frustrado por el resultado de una entrevista de trabajo. Un empleo como corrector de estilo para un importante periódico. Me urgía una entrada extra de dinero. El reclutador, un hombrecillo de anteojos gruesos y sonrisa estúpida, consideró inusual mi gusto por las cintas de horror de los setentas y ochentas. No estoy muy seguro, pero creo que me levanté, lo tomé de las orejas y estrellé varias veces su rostro contra una de las esquinas de su escritorio. Pero no lo recuerdo bien. Fue como un sueño, una pesadilla. Una bruma nubló mi mente durante horas. De hecho, no recordaba cómo regresé a casa. Entré a la cocina, llené un recipiente con agua y lo puse sobre la hornilla. Busqué una bolsa de té. Entonces descubrí que mi traje estaba manchado de sangre. ¿Sangre de quién? El agua comenzó a hervir.

Desde que inició su enfermedad, me propuse componer una Te Deum – mis conocimientos musicales eran básicos, pero estaba empecinado en escribir una obra que recordara cuánto la amaba -. Procuraba traer conmigo papel pautado para trabajar en cualquier lugar, uno no sabe con certeza cuándo llegará la inspiración. Cierto día, mientras esperaba en la recepción del hospital, conversé con una mujer que padecía insuficiencia renal. Una profesora retirada que enseñaba música en una escuela católica. Me contó que estaba en lista para recibir un nuevo riñón, pero en lo que llegaba el órgano sustituto, debía presentarse con regularidad para practicarse una diálisis. Un procedimiento que la mantenía con vida. Despertó mi simpatía y decidí mostrarle mi trabajo. Leyó las primeras notas. Dijo que era evidente la influencia de Haendel y Mozart, pero mi trabajo resultaba superior. Me abrumó con sus halagos. Me sentía tan bien con sus comentarios que no presté atención a sus gestos. Tenía algún tiempo que había caído en cuenta que regularmente estos no corresponden con las palabras. Es decir, una mueca de desaprobación no necesariamente significa eso. Es más, la gente sólo decía lo que yo quería escuchar. Todos querían complacerme, incluso Baal, mi reciente amigo del mundo espiritual: desde niño, descubrí mi talento para comunicarme con los otros, los que viven en mundos espectrales. Mantuve en secreto esta cualidad, pues todo aquello que mi madre tocaba se volvía excremento. Baal y yo nos conocimos en uno de los baños del sanatorio, mientras defecaba. Después de ese día, nunca se separó de mí. Me aconsejaba y advertía de los peligros de la vida; peligros encarnados en todas las personas.

Baal resultó un gran motivador. Me estimuló para escribir, simultáneamente, tres composiciones: el Te Deum, una sonata, titulada “Las delicias del Infierno” y mi ópera “La puerta de Tannhäuser”. Además amplió mis horizontes cinematográficos. Me recomendó películas del llamado J-Horror, como Ju-on, de Takashi Shimizu, y Joyu-rei y Ringu, de Hideo Nakata. Nuestra relación se había vuelto simbiótica. Pensaba por ambos: decidía las actividades del día, desde la hora de levantarse hasta el momento preciso para ir al baño; la comida que se consumiría durante la semana; la rutina que se seguiría con mi madre para administrarle sus medicamentos y asearla. Baal ordenaba todo, incluso el movimiento de los planetas.

Una noche, ella no dejaba de quejarse. Sus lamentos incomodaban a Baal e interrumpían mi concentración. Me levanté del escritorio. Caminé hacia el armario donde guardaba las herramientas y tomé un martillo. Subí las escaleras y abrí la puerta. Me recibió con una letanía de reproches. Las sábanas estaban manchadas con su vomito. Me recordó que sin ella, yo no sería nada. Le debía la vida, horas de cuidado, estudios. Yo sólo era un apéndice, una extensión, una rémora anclada a su costado. Por mi culpa, ella se había quedado sin pulmones en la fábrica. Lloraba. ¡Cómo detestaba esos sollozos hipócritas! Me senté a su lado, en el borde de la cama. Acaricié los mechones desordenados que aún cubrían algunas partes aisladas de su cráneo. Le dije que el dolor terminaría. Sería libre. Ambos seríamos libres. Mejor aún, los tres seríamos libres. Tomé la lámpara que estaba junto a su cama. La sangre salpicó mi rostro. Bajo el quicio de la puerta, Baal observaba complacido.

Arrastré el cuerpo hasta la bañera. Corté con una sierra músculos y huesos. Guardé los restos en una bolsa. La enfermedad la había encogido. Después de lavarme, bajé el bulto hasta la cocina y lo guardé en el refrigerador. Pensé en comprar más tarde algún tipo de desodorante para evitar cualquier pestilencia posterior. Por fin me dedicaría sólo a mi obra, con la permanente aprobación de Baal.



Conocí a Leonora en el subterráneo. Era una mujer agradable, hermosa, con un gran sentido del humor. Era como uno de esos colibríes que revolotean sobre las flores. Aceptó que la acompañara hasta su casa. En el camino, me contó que era divorciada y tenía tres hijos. Le gustaban las rosas y bailar. No buscaba un príncipe azul, se conformaba con un hombre responsable que la ayudara con los niños. “Los niños necesitan un padre” repetía constantemente al finalizar cada frase. Yo crecí sin padre, por eso no entendía la obsesión de Leonora por conseguirle uno a sus críos. Era una pérdida de tiempo andar en busca de un padre suplente. Acordamos volver a vernos.

Baal montó en cólera. No estaba dispuesto a compartirme con Leonora. Amenazó con abandonarme. Me arrodillé y le supliqué que no me dejara, lo necesitaba demasiado para concluir mi trabajo. Le aseguré que haría cualquier cosa por él. Me miró con sus siniestros ojos amarillos. “¡Quiero su corazón!”, ordenó.

Recogí a Leonora en el mismo lugar de siempre. Tenía ya casi un mes que salíamos juntos. Era parte del plan. Un par de veces intenté alejarla de mí, pero Baal siempre me descubría. Entonces me torturaba para regresar con ella. Sus castigos eran espantosos. En cierta ocasión me obligó a colocar mis manos sobre una hornilla encendida. No había nada que pudiera hacer por Leonora. No podía negarme a los deseos de Baal.

Llegamos a la casa. Le dije que se sentara en el sofá. Entré a la cocina por un par de cervezas. Regresé con Leonora. Se había puesto cómoda: sobre el piso, su blusa y falda descansaban inertes. Me acerqué. Ella se lanzó a mis brazos y metió su lengua dentro de mi boca. Las botellas resbalaron de mis manos. La abracé, comencé a acariciar su espalda, su vientre, sus nalgas. Su aliento saturó mis pulmones. Mientras la besaba, Baal se colocó atrás de ella. Me miró fijamente con sus horribles ojos sin vida. “Quiero su corazón”, reclamó. Sabía que ya no podía retrasar más el sacrificio. Entonces le pedí a Leonora me esperara en la recámara. Subió las escaleras. Baal me acercó el martillo.

Luego del episodio de Leonara, los cuerpos se fueron acumulando. El refrigerador se volvió insuficiente, así que retiré parte de la duela del piso e improvisé un cementerio. Enterraba los despojos de forma vertical para administrar el espacio. Constantemente compraba aromatizantes para matizar el hedor de los cadáveres en descomposición. Había perdido la cuenta de mis víctimas. No importaba cuántas matara, Baal nunca estaba satisfecho.



De vez en cuando los vecinos me molestaban por el tufo que salía de la casa. Para justificar la peste, les aseguraba que tenía problemas con la cañería. Con frecuencia insistían en que resolviera lo más pronto posible el problema. Cerraba la puerta en sus narices. ¡Me enfurecía que interrumpieran mi trabajo creativo por nimiedades! ¿Cuándo se preocuparon por preguntar por mi madre? ¿Cuándo alguno de esos hijos de puta se ofreció para cuidarla? ¿Les incomodaba el olor de la muerte? ¡Pues lo siento, cabrones! La matanza no terminaría hasta que Baal lo ordenara. Además, me había asegurado que pronto concluiriamos La puerta de Tannhäuser. Era mi recompensa por alimentarlo.

La cuadrilla de trabajadores comenzó temprano. Los habían llamado para que revisaran el drenaje, pues desde hacía días el agua salía turbia y con restos animales. Espié las maniobras de los obreros. Con una palanca levantaron la tapa. Todos se taparon la boca al percibir el hedor. Uno de ellos bajó. Pasaron varios minutos. El obrero salió disparado, dando manotazos. “¡Llamen a la policía! ¡Allá abajo es una abominación!”, gritaba. Imaginé lo peor. Caminé hacia la sala. Levanté el tapete. Retiré las duelas. No era posible. Mi cementerio particular estaba inundado. Los cuerpos se desparramaban. Cabezas y manos flotaban en el agua negra. Escuché las sirenas de las patrullas. Le pedí ayuda a Baal. “¡Deja de lloriquear! ¡Es tu momento! ¿No deseabas tanto la inmortalidad?”. Entonces recordé una de nuestras primeras conversaciones. Veíamos Suspiria, de Darío Argento, cuando le confesé mi preocupación por cómo sería recordado. Prometió que nadie me olvidaría ¿Qué importaban algunos cuerpos desmembrados? Ante mi obra maestra, “La puerta de Tanhäuser”, mis pecados serían desdeñados. Los genios tenemos el privilegio de ser glorificados por nuestro talento, no por nuestros crímenes.

8 comments:

Jo said...

no se porqué me acuerdo de cierto genio en libertad que anda suelto y que me dieron alguna vez ganas de portarme como asesisna ezquisoide .. me falta una sierra

_:S auch que miedo creo que tengo escalofrios de solo pensar la sangre fria que se debe tener

El Signo de La Espada said...

Me pongo de pie y me quito el sombrero. Ni más ni menos

marichuy said...

Mi querido Jota-pechocho

Seguro es mi imaginación distorsionada por los acechos de la noche telefónica, pero este estupendo relato me pareció un muy estilizado homenaje... al Caníbal de la Colonia Guerrero

Un abrazo

Aurore Dupin said...

"Los lobos nos reconocemos por el pelaje"

Cuán cierto.

Es muy difícil dilucidar qué es más perturbador: el relato, el Mickey Mouse geriátrico o la Venus de Botticelli protegiéndose del "fluido vital" regado por el susodicho.

Saludos de Baal, Moloch, Samael, Lilith...

Mafalda said...

...

Este tipo de locos los veía tan lejanos en este mi México.
Sólo en las pelis y en la literatura creía que podían ser recreados. Pero bueno, ahora la realidad nos está rebasando.

Me gusto el inicio, pensé que se trataría de un esposo oprimido con posibilidad de reivindicarse con observar el consumo, la podredumbre y el intenso dolor de su enemigo (la esposa). De sentir que ahora le tocaba tener a él el control.
El giro asesino y las voces de locura las sentí un poco forzadas.
Pero en general me gusto la narración.

Mafalda

JP said...

-- mi estimado Esteban, mil gracias por este chingon cuento de tripas-corazon, y aqui queda pues constancia de la triada divina: Yolanda-Arturo-Esteban, mil gracias a ustedes por complacernos aqui, su casa!

PerroZombie said...

Sencillamente delicioso... y concuerdo con Marychuy... esto parece un homenaje al quesque caníbal de la Guerrero... y también con lo que dijo el maestro Signo.. me quito el sombrero y me pongo de píe ante tal relato !!!

mariposasalvuelo said...

Definitivamente bueno, muy bueno.
Ya varios comentaron del Caníbal de la Guerrero. Un amigo mio acaba recién de publicar, un artículo en el No.12 de una revista digital, es una mezcla entre cuento y ensayo periodísitico(cre0). Te paso la dirección por si te quieres asomar.
Fue un gusto conocerles ayer Esteban, por ahí nos seguimos leyendo y viendo.
Un abrazo.
http://www.editorialalaire.com/articulo/877/requiem-segun-el-canibal