Monday, April 20, 2009

ITINERARIO CON VARIACIONES


FRANCISCO TRUJILLO

Con el ritmo de la naturaleza que funde el día  y la noche en largos crepúsculos, que de la punta de sus dedos va soltando uno a uno los pétalos de la flores cuando se marchitan o apila con parsimonia las nubes de tormenta, así, lentamente sucedió todo… el primer paso, ese que por lo común no se percibe, ese que normalmente se confunde con las experiencias cotidianas, ocurrió sin anuncios un día cualquiera por la mañana.

A las siete catorce, justo dos minutos más tarde que todos los días, José Antonio Plancarte giró sobre su espalda, acostado en la cama aún dormido (movimiento inicial del rito matutino) y estiró el brazo izquierdo para rodear el cuerpo de su esposa, pero ella abandonó el lecho hacía precisamente cuatro minutos, siete antes de lo común, y en ese momento estaba lavándose los dientes (quinta etapa del rito).

Dentro del sueño algo sucedió, se rompió un espejo contra las rocas del lecho de un río, o un papalote de frágil papel de china quedó atrapado en las ramas de un árbol, o una parvada  de gansos echó a volar asustada; el caso fue que la mano de José Antonio hurgó por la extensión aún tibia de las sábanas y nada supo de Cristina; luego retornó torpemente hasta el buró, tomó el reloj y lo puso frente  a sus ojos: “es muy temprano”, - pensó José Antonio, luego gritó con voz ronca: -¡Cristina!- y un sonido gutural -con cepillo de dientes dentro de la boca- confirmó desde el baño la presencia de la mujer.

“Alguien está a destiempo” - concluyó él y volvió a cerrar los ojos y a relajar el cuerpo dentro del abrazo blando de la cama, como si nada hubiera sucedido.

Más tarde siguieron casi normalmente todos los pasos del rito matutino: el baño, la pequeña riña por encontrar la ropa o el desodorante, luego el desayuno, la despedida, el beso… no sin chocar en rutas que a diario se realizaban limpiamente, o tropezar con objetos o palabras fuera de lugar. Algo sucedía esa mañana, “sin duda” -se dijo cada uno en sus adentros- que en seis años de matrimonio no se había presentado; pero por lo mismo, por la propia extrañeza del asunto, pronto habría de corregirse -reflexionó cada uno por separado- y se olvidará. El salió al trabajo, como a diario lo hacía, y ella de compras, para retornar a la casa dos horas dieciséis minutos más tarde, igual que siempre.

Las cosas ya no se corrigieron, o no regresaron, por lo menos, a su orden anterior. Lo que esa mañana se había iniciado con sorpresas pronto alargó sus pasos y los hizo más firmes, de una manera incontenible, como se seca un árbol o en el mar una ola comienza a formarse.

Primero fueron cosas simples: los gustos para los programas de televisión dejaron de coincidir y las horas de la comida se alteraron; cuando ella apenas terminaba el desayuno, por ejemplo, él ya estaba pensando en la próxima comida o en el desayuno del día siguiente o en el del fin de semana. Las camisas que habían sido colgadas limpias en el ropero aparecían sin un botón o con manchas inesperadas, como si hubieran sido utilizadas sin cuidado y luego vueltas a colgar.

El primer embarazo de Cristina se debió a uno de esos equívocos mínimos en el tiempo, ocurrió en la época en que la separación de los ritmos personales se hizo mas evidente, cuando él llegaba a tiempo a casa los viernes y ella se enojaba porque ya era de madrugada; la época en la que ella quería salir a bailar o al cine como antes por las noches y él tenía qué hacer en la oficina o estaba demasiado cansado.

Los hijos llegaron a alegrar un  poco la situación, o por lo menos a dispersarla, a hacerla menos tensa: hubo que comprar ropita, y comida, y juguetes. Aparecieron primero muñequitos, pelotas, luego caballos de madera, armas de plástico, después triciclos, balones de juego, bicicletas… ella siempre insistía en que los jueguetes que él compraba eran para niños más grandes y que Raúl y Jorge eran apenas unos bebés; él no comprendía y le hacía ver a Cristina cómo los niños ya sabían caminar y vestirse, y hablaban bastante bien el castellano. Ella no veía tales cosas;  “este hombre no tiene conciencia” --se decía-- y por las noches arropaba a las criaturas y les llevaba lechita caliente a  la cama.

El tuvo que trabajar más duro para mantener decorosamente a la familia y ello le obligó a que su ritmo se alejara cada vez más del de Cristina; hubo ocasiones, incluso, en que José Antonio estaba despertando cuando ella iba apenas a dormirse; sus mundos, así, fueron adquiriendo mayor independencia. Aunque las obligaciones eran las mismas para ambos, tenían para cada uno un significado en extremo distinto.

Cuando Raúl, el menor de los hijos, alarmó a  su madre con la noticia de que ya tenía novia, José  Antonio opinó que estaba bien, que ya era tiempo para eso y que, incluso, los muchachos ya se habían tardado; dijo que a Jorge le tocaba ser el primero pero ¡bueno!, que siempre había sido de carácter tímido y, sinceramente, un poco lento para todo.

Pasó el tiempo, llegaron medios días en que él no sabía nada de su mujer, y era que Cristina había salido con sus amigas a cenar. Hubo desacuerdos en torno al día que debían marcar las hojas del calendario, si quince o diecisiete, si martes o sábado, si trece o veintidós, si mayo o julio…

Se encontraban cada vez menos aunque compartían la casa y el lecho, y las noticias que llegaban a comentar en esas fugaces ocasiones muchas veces no coincidían o llegaban incluso a ser contradictorias. Así, él se enteró por ella de que Jorge ya se rasuraba, mientras sabía que desde hacía tiempo se dejaba la barba; por su parte, José Antonio comentó que ya deberían utilizar para algo la habitación de Raúl, pues desde que el muchacho se había marchado de la casa ya nadie la ocupaba; Cristina no supo qué responder, pues ella misma daba las buenas noches a cada uno de sus hijos en su respectiva habitación.

Las distancias en el tiempo eran ya ciertamente evidentes, pero para evitar malos entendidos y riñas innecesarias --de lo que el tiempo para entonces ya les había hartado-- ambos esposos permanecían en silencio, dando a entender que las cosas eran en realidad como el otro las veía. Todo esto fue permitiendo que ambos mundos se alejaran más y más, como si el musculo que los unía se hubiera tornado débil y flácido con la edad, incapaz de ofrecer resistencia al efecto de los años y el tedio. Cada uno fue construyendo su universo como major le convenía contando al otro como un simple supuesto, como algo dado, ni bueno ni malo, simplemente presente en algún lugar de la cocina o de los fines de semana. De esta manera comenzaron a aparecer en el mundo de ella largas charlas por teléfono con amigas anónimas, el interés creciente por las cremas, por las revistas femeninas, las dietas y los colores para teñir el cabello, comenzó a pesar la obsesión por el destino de los hijos, por sus malos hábitos, por las mujeres que eligirían para casarse. En el horizonte de él se asomaron el mar tranquilo del vino, los juegos de fútbol por la tele, las reuniones con los cuates para jugar al dominó.
Ninguno sintió gran cambio, por lo tanto, cuando dejaron de verse, la comida estaba dentro del refrigerador cuando él la buscaba, si no, se preparaba algo; el dinero del gasto aparecía puntualmente en el cajón de la cómoda. Se comunicaban por recados escritos en trocitos de papel que dejaban a un lado del teléfono, en donde uno y otro puntualizaban lo que había por hacerse; en ocasiones él encontró notas de hasta seis meses, y ella con fecha de dos años adelante, poco volvieron a verse y a compartir en efecto un mismo tema de conversación; normalmente, cuando se daba el caso, ella hablaba de sus temores o sus fortunas y él le respondía con datos de la Bolsa de Valores o recomendaciones de su doctor.

Una sola vez volvieron a encontrarse, en lo que se puede considerar un islote en el flujo de su tiempo: ella llegó al telefono y encontró al lado del aparato una nota tachada nerviosamente. La leyó, decía: se murió Raúl. Intentó volver a leerla pero no tenía ya nada entre sus manos, se dio cuenta de que había sido el propio José Antonio quien pronunció esas palabras, que fue de su boca de donde había salido reptando aquella imagen monstruosa. Su esposo estaba ahí, pues, a su lado, compartiendo el mismo momento. Le pareció de pronto avejentado, con mucho menos cabello y además, tal vez por efecto del tono oscuro del traje, de un aspecto lívido, con el color de las piedras viejas. El, por su parte, reparó en el vientre inflado de su mujer y en la flacidez evidente de sus carnes; a un lado del cadáver, en la habitación inmaculada del hospital, los dos se quedaron viendo a los ojos como desde orillas opuestas de un mismo mar, con la extrañeza con que se miran dos animales de especies distintas y el dolor que produce la muerte cuando nos cae a un lado. Fue esa la última ocasión en que se encontraron, después de ese choque sus vidas, como dos bolas de billar, siguieron rutas distintas y, aunque compartían las cucharas y los muebles y la habitación, no volvieron a reunirse. Ella comenzó a tejer con agujas y estambre y aprendió a cocinar galletitas que regalaba a sus nietos; trató de cumplir lo que había deseado desde la juventud y se puso a escribir cuentos y poemas. Por las noches, en el tiempo en que la mayor parte de su cabello era ya blanco, soñaba con una casa enorme en cuyo interior encontraba a sus hijos muy niños y a su esposo, y a sus padres, y a sus amigos de otros tiempos, pero luego algo sucedía y, perseguida por un terror difuso, tenía que salir corriendo a través de pasillos angostos, oscuros, asfixiantes, diminutos o tan amplios que el eco se perdía tratando de encontrar sus paredes; trepaba minúsculos escalones en donde no cabían las puntas de sus pies, o resbaladizos, gigantes, endebles, interminables… Al fin, esperaba llorando y suplicándole a su Dios misericordioso que le mandara la dulce muerte.

Una tarde, después de comer de pronto falleció --tal vez se obró el milagro-- y la fue cubriendo algo como un sueño infinitamente pesado pero gradual y lento; fue quedándose quieta, mirando los trastes sucios sobre la mesa… José Antonio pasó dos, tres veces junto a ella, casi encimándosele, y ni siquiera supo que ahí se encontraba su esposa, para él no existía, habitaba desde hacía mucho otro tiempo, tomó algo de comida del refrigerador y regresó a la sala, para sentarse frente al televisor.

Cristina murió esa misma noche pero él no lo notó, siguió comiendo por mucho tiempo la comida que ella preparaba y no tenía que molestarse siquiera en tender la cama o lavar la ropa, el trabajo siempre aparecía hecho, no podía saberse de cuál de los posibles pasados o futuros, denunciando la mano de su esposa. Vivió en un mundo cada vez menos poblado de cosas y más de ideas, sus articulaciones fueron endureciéndose y sus oídos entorpecieron. Hubo momentos en que extrañó a su esposa, sobre todo por las tardes, cuando el Sol le da la espalda a los hombres, pero siempre encontraba consuelo porque en alguna parte daba de pronto con la huella del paso de Cristina, una veladora encendida para el retrato de Raúl, la sala libre de polvo, las plantas regadas… Llegó a pensar que todo aquello se debía a que los dos habitaban el mismo espacio pero estaban inexorablemente separados por un velo que ni las palabras ni las imágenes ni los actos podrían sortear. Conforme envejeció, aquel velo fue envolviéndolo hasta no permitir que su mirada o sus pensamientos se extendieran más allá de lo que podría hacerlo su brazo; perdió el interés por todo hasta que llegó el momento en que no pudo diferenciar su propio cuerpo de entre los demás objetos, no supo si se encontraba en la vigilia o el sueño o si estaba vivo o finalmente muerto.

Cuando llegó el momento, dentro del ataúd, el cadáver de José Antonio inexplicablemente vestía la camisa y los calcetines que esa misma mañana Cristina le había planchado para que los llevara puestos al trabajo. 


9 comments:

marichuy said...

Querido Jota-pe

Que tristeza me dejó este cuento. De pronto me parecía surrealista; pero no, nada de eso. Más real, imposible. La monotonía y la cotidianidad enfrentadas a paulatinos camios de rutina, el hartazgo, la costumbre, la negación, el egoísmo, el autoengaño; la falta de incentivos. En pocas palabras la vida, el inexorable paso del tiempo... y adiós. ¿Donde quedó la comunicación? y a dónde se fue el amor y las ganas de estar?

Auch

Un abrazo

JP said...

-- marishuy, efectivamente, el camino al infierno esta empedrado de monotonia, incomunicacion, soledad, incomprension, mmmmhhh, ojala deveras no sea asi la vida, gracias por leer, visitar, aniorar

El Signo de La Espada said...

mmm...

mmm...

mmm BUUUAAAAA!!

:´c NO es mame, este día es de dolor en la blogósfera o qué pedo!?
mjuuuuu

El Signo de La Espada said...

por cierto, JP, te dejé un regalito en mi blog

Vidita said...

Definitivamente yo no quiero que así sea la vida buahhhhhhhhhhhhhhh

Acabo de ver de nuevo el efecto mariposa y sólo por un instante deseé que yo pudiera cambiar de mi pasado lo que no me gustó...se que es imposible, pero lo que sí se puede hacer es construir segundo a segundo el resto de tu vida...

Mil besos que bellas palabras en verdad.

P.d: JOTA Pe, te llegó mi texto a tu mail? echame una criticadita nomas porfa.

JP said...

-- espada, mi estimado carnal, dodne andan depre tambien, pinches copiones! jojojo, vamos vamos, un poquito de romanticismo y buena narracion no le hace danio a nadie, gracias por la invitacion!

JP said...

-- vidita mi amor! estamos en eso, te agradezco de todo corazon, no os preocupeis!

A said...

Un musculo de la cohesion... interesantisimo concepto...lo peor de todo, es que en caso de exostir (y asi parece) no depende ejercitarlo solo a ti...

eso es terrible

besos caducos
A.

JP said...

-- querida musculos(A), que rollo, que alguien me explique, porque los pone tan depre este cuento? me parece que el buen panchin intenta hacer una oda del amoooooooor, que tal andas en tus aerobics? besos ejercitados